Fuimos los Lannister

Una vez hablé con Isidoro San José, veterano de aquel Real Madrid en el que había más bigotes que en la cúpula militar de Sadam Husein, de cierta bipolaridad que aquejaba tanto a los jugadores como a los hinchas de Chamartín. Me refiero al larguísimo, estéril y castizo periodo de la selección por el que Naranjito todavía a veces se nos aparece en el recuerdo como una cara de Bélmez en un azulejo. En el Real Madrid, incluso cuando se fracasaba durante décadas en la Copa de Europa, la psicología colectiva era tan aristocrática que el jugador y el hincha se sentían parte de un linaje de éxito. De una camiseta de la que podrían haber dicho lo mismo que Pasarella de la de River cuando aconsejó a un joven debutante que no se la pusiera para calentar: «Pesa tanto que estarás agotado antes de que empiece el partido». (¿Hay, por cierto, en el vestuario del Madrí, alguien que diga estas cosas a los debutantes, o también los custodios de la esencia se han vuelto anacrónicos?). Por contra, era llegar a la selección, y los mismos madridistas que, humillados, se hubieran hecho seppuku de caer en unos cuartos de Copa de Europa aceptaban sin más que allí no tenían obligaciones contraídas con la historia. Que había licencia para perder siempre que, en lo posible, se evitara el ridículo.

Por no tener, España no tenía ni enemigos, pues carecía de una tradición de clásicos como la que había ido trenzando en los mundiales a Italia, Brasil, Inglaterra, Argentina o Alemania. Lo pienso ahora, y jugar para un equipo sin apenas pasado como España debía de ser una relajación, por la ingravidez de la camiseta, por la ausencia de antepasados que pudieran decirse decepcionados desde su dimensión estatuaria. Aun así, es verdad que la afición española conservaba la capacidad de hacerse ilusiones antes de cada gran campeonato, por lo que un amigo argentino desarrolló la teoría de que éramos como los peces de colores, que soportan la pecera porque carecen de memoria, y siempre creen estar nadando por primera vez. Todo cambió en Austria, como saben, y en Sudáfrica, momento a partir del cual a los debutantes que calienten llevando puesta la camiseta de España les pesará una estrella dorada.

El gran ciclo español debería haber terminado con la bipolaridad de la que hablé con Isidoro. Pero, al menos en mi caso, no es así. Demasiados años palmando, demasiada ley de Murphy corrigiendo anhelos imposibles durante todos esos años en los que entré en cada Mundial como en la pecera de la desmemoria. Ya he contado cuán identificado me sentí con una frase de Butragueño, refiriéndose a su hijo adolescente, cuando me encontré a ambos en Johannesburgo al día siguiente de ganar España el Mundial: «Acaba de llegar y mira... Éste va a creerse que es siempre así».

No sólo temí que estos años maravillosos concluyeran al mismo tiempo que la generación que los hizo posibles. Creí incluso que alguien vendría a exigirnos que devolviéramos las copas, como si las hubiéramos obtenido mediante el procedimiento del butrón, y sus legítimos dueños enviaran a la policía a reclamarlas. En lo que respecta a mi pesimismo, que siempre encuentra confirmaciones, esta ronda clasificatoria para Brasil está siendo a España lo que las 12 campanadas a Cenicienta. De partidos como el de Finlandia tenemos lleno el recuerdo, eso somos, y casi resulta liberador volver a serlo, como si no hubiera que fingir, como si pudiéramos regresar a la cabañita original, a tirarnos por las lomas subidos a un trineo llamado Rosebud, en lugar de pretendernos de Beverly Hills.

Lo de Finlandia el viernes es lo que siempre fuimos, lo raro era la final de Kiev contra Italia, y a esa España perdedora, patosa, capaz de suicidarse, yo la quiero como a un hijo tonto, la abrazo en su retorno en casa, y le digo, no lleves la estrella al colegio porque te la va a quitar Alemania en el recreo, escóndela.

Si toca volver a ser la España de siempre, casi prefiero, ya puestos, que vuelva el casticismo de a mí el pelotón, que al equipo le sea reimplantado el apodo de la Furia. Porque la sofisticación del tiqui-taca, cuando se atasca, cuando se vuelve amaneramiento de fogueo, es aburrida como para ver crecer la hierba, igual que en las películas de Rohmer.

Yo a quien añoro es a Rubén Cano, consuelo nostálgico con el que pretendo compensar por adelantado el final de un ciclo en que fuimos los Lannister desollando un ciervo.